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Monseñor Alberto Sanguinetti Montero -obispo emérito de Canelones - nos enseña como leer y como entender el mensaje del icono:

 Los íconos están íntimamente unidos con dos dimensiones esenciales del cristianismo. En primer lugar, con la Palabra de Dios, con Dios se revela en palabras y gestos. En ese sentido un ícono es una proclamación del Evangelio en imagen. Por eso, igual que el Evangelio cantado y proclamado, debe recibirse con humildad y santo temor de Dios, en el silencio de nuestra pequeñez, para dejar que el Espíritu Santo nos abra al misterio proclamado.

En segundo término, los íconos están ligados a la Encarnación del Verbo de Dios. En la Antigua Alianza, Dios prohibía las imágenes para que el pueblo no cayera en la idolatría, tratándolas como “dioses”.  Pero en la plenitud de los tiempos, El Hijo eterno de Dios, tomó carne de María, la Virgen. Por eso, Jesucristo es imagen de Dios invisible (Col. 1,15), reflejo de la gloria de Dios e impronta de su ser (He 1,3), quien nos hace conocer en su carne y sus acciones al Padre y nos conduce a Él (Jn. 1,18).

Así, pues,  los íconos se contemplan en silencio, en la obediencia a la Palabra de Dios y, bajo la luz del Espíritu, puesta la mirada en Cristo y en quienes Él ha asociado a sí en el cuerpo de la Iglesia, María, los mártires, los santos.

Al mismo tiempo, las imágenes santas, nacen en la fe de la Iglesia y han de ser recibidas en el seno de la fe de la Iglesia.

Por ello, los íconos no quieren ser proyección de nuestros sentimientos, aún religiosos, sino que son una presencia de las personas figuradas, en el caso, de María, Madre de Dios y de Jesús, el Hijo de Dios y salvador. Por eso, en primer lugar, han de ser contemplados con el silencio del corazón y de la mente, para recibir esa presencia, queriendo seguir al Espíritu Santo, que, en la nube luminosa, como en el Tablor, nos introduce en la fe y adoración de la Santa Iglesia, Esposa del Cordero.

  Contemplando a la Virgen de Częstochowa, reconocemos en la fe a la Siempre Virgen María, que ha dado carne al Hijo Eterno, verdadero Dios con el Padre, por lo que es verdadera Madre de Dios. Ella es personificación y figura de la Iglesia, plenitud de Cristo, que por Ella se hace presente entre los hombres.

  Acerquémonos a algunos detalles. Sus ojos que no nos miran – como en otras imágenes – es bastante característico de los íconos, que no están en primer lugar al servicio de un encuentro emotivo, sino de una contemplación en la fe: el ícono nos hace presente el misterio y nos quiere conducir a él; aquí a estar en la presencia de Santa María.   

Ella, a su vez, no se centra en sí misma, sino que nos presenta a Jesús. Ella es la Iglesia que nos hace presente a Cristo, dándolo a conocer y siendo instrumento de su presencia en nosotros.  

Esta figura de la Virgen es de las llamadas “odiguitría” (u hodigitria), que significa la que indica el camino. La Virgen con su mano derecha señala a Jesús, el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6), para que vayamos a Él, para que hagamos todo lo que Él nos diga (cf. Jn 2,5). Ella es la Iglesia que nos hace presente a Cristo, dándolo a conocer y siendo instrumento de su presencia en nosotros, para que seamos sus discípulos que van tras de Él y quieren seguir sus huellas, anunciándolo al mundo.

  Jesús, Rey y Señor está entronizado en el brazo de la Virgen. Si bien tiene la cara hacia el pueblo, su mirada está de costado y hacia lo alto. Nuevamente la imagen lleva más allá de sí misma, al misterio del Verbo, del que está sentado a la derecha del Padre, del que nos conduce hacia la Jerusalén celestial. Él nos llama para que “levantemos el corazón” (prefacio de la Misa).

  Esa mirada hacia lo profundo, hacia lo alto, no deja de recordar el camino de la encarnación, de los hechos. Por eso en pequeñas imágenes, a los lados de María y de Jesús, se evoca la Anunciación con la Encarnación del Verbo, el Nacimiento de Cristo adorado por María, los sufrimientos del Señor, ultrajado y azotado.  

Una imagen de la reina Santa Eduviges señala la relación histórica y cultural de la imagen de Jasna Gora (Monte claro) con el pueblo de Polonia a lo largo de los siglos.  

En este sentido los íconos también forman parte de la presencia histórica y geográfica de Jesucristo y María, por medio de la Iglesia, en el tiempo y en el espacio.

Tal significado tiene la Virgen de Luján para la Argentina y la Virgen de los Treinta y Tres para el Uruguay. No se trata de nacionalizar a la Virgen María, que tiene un lugar universal en la historia de salvación y en la presencia católica de la Iglesia, sino de vivir personal y comunitariamente que esa universalidad se realiza en la singularidad de los pueblos, manteniéndolos en la comunión de los hijos de Dios.

Precisamente en esta visita de una peregrina la imagen de la Virgen de Częstochowa al Río de la Plata, Ella viene como Guardiana de la Vida y la Familia. Ella nos proclama lo que tan profunda y claramente proclamó y enseñó el Papa San Juan Pablo II en todo su magisterio, particularmente en  Familiaris consortio y en Evangelium vitae. 

Que el encuentro con Nuestra Señora nos lleve a Cristo, por quien todo fue hecho y por quien el hombre es salvado del pecado y de la muerte y, más aún, conducido a la gracia y a la verdadera libertad, en camino hacia la vida eterna.

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